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Las razones del corazón

 

Gustavo Dibi

Fuera de los ámbitos académicos, el corazón es un órgano que goza de muy buena prensa y al que generalmente se le atribuye un rol preponderante en la economía del cuerpo. Los poetas han colaborado ostensiblemente con esa concepción al asociarlo habitualmente con los sentimientos y con los rasgos humanos más esenciales. No es un dato menor que aporta en el mismo sentido, al menos en las sociedades con predominio de creencias católicas, el valor de símbolo sagrado y objeto de veneración que adquieren, por ejemplo, el corazón de Jesús o de María. Para mencionar la función privilegiada que le reconocían algunos pensadores representativos de la antigüedad clásica, se puede recordar que en los poemas épicos de Homero el valor y la valentía dependen del corazón de los guerreros; y que Aristóteles sostiene que este órgano es principio y fuente de la sangre, sede del calor animal, centro de las sensaciones y de los movimientos, órgano inmediato del alma, y, por lo tanto, su lugar natural es el punto medio del cuerpo.

Para redondear estos conceptos me permito recurrir a la pluma precisa y elegante de Pedro Laín Entralgo, quien, en su libro La medicina actual, nos dice: “. . . la víscera cardiaca ha venido siendo en nuestra cultura el símbolo de aquello que constituye al hombre en centro receptivo-efusivo de su mundo y del mundo (el corazón y el amor) y, por otra  parte, de la ingénita tendencia del individuo humano a ‘ser más’ (el corazón y la magnanimidad; el corazón y el cumplimiento perfectivo de la vocación personal).”.

Dicho todo lo anterior, conviene preguntarse si esta concepción sociocultural del corazón, a la que quizás impropiamente llamé extra académica, puede tener algún sustento, aunque fuera parcial, en el conocimiento científico. En lo que se refiere al corazón como centro anatómico principal de las emociones o sentimientos, la respuesta es categóricamente negativa; hoy la observación clínica, apoyada en estudios con imágenes de alta definición, y la investigación experimental neurofisiológica, han demostrado que el área de las emociones se encuentra fundamentalmente en el “sistema límbico” de la base del cerebro. En relación con esto recuerdo que el cineasta Eliseo Subiela escribió hace algunos años, luego de estrenar su película “El lado oscuro del corazón”, un artículo en la Revista Argentina de Cardiología donde, entre otras cosas, dejaba constancia de una idea fantasiosa y persistente que lo persiguió luego de enterarse de la posibilidad de las cirugías a corazón abierto o de los trasplantes de ese órgano. Subiela, quizás inconscientemente elaborando un probable guión cinematográfico, decía que se imaginaba que en esas situaciones se liberaban en el quirófano las emociones y la vida afectiva del paciente o, en los trasplantes, se podían transmitir al receptor todas las historias amorosas del donante. Pues bien, la “película” de Subiela no se cumple en la práctica, o al menos yo no me enteré de enredos sentimentales luego de un trasplante cardiaco, y lo que sí hoy resulta indudable es que, si se pudiera trasplantar el cerebro, se llevaría con él toda la memoria afectiva, el aprendizaje, y la autoconciencia del donante.

Si reflexionamos sobre la idea de que el corazón es la fuente o el motor principal de la vida, es importante entender que este concepto es muy relativo y sin aval científico, a pesar de que es muy común que vulgarmente se sostenga que una persona tuvo una larga agonía o resistencia porque “su corazón era muy fuerte”. Evidentemente, tener un corazón sano es una buena condición para encarar cualquier vicisitud, pero este órgano por sí solo no puede mantener vivo a nadie. En realidad, lo que sucede en las penosas situaciones de pacientes con largas agonías es que todo su cuerpo es sano -o se lo mantiene “sano” con tecnología médica como la diálisis renal, la asistencia respiratoria mecánica, etc.- salvo algún órgano vital que pone en riesgo la vida, como puede ocurrir en personas jóvenes con daño cerebral irreversible por traumatismos o con insuficiencia hepática terminal por virosis. Es decir que, sin duda, el corazón es indispensable para la vida, pero siempre y cuando actúe en el contexto de la maravillosa y compleja estructura sistemática que es el cuerpo humano, y no puede convertirse en el sostén de la vitalidad si los riñones y el hígado, entre otras funciones, no desintoxican al organismo, si los pulmones no oxigenan la sangre, si el aparato digestivo no incorpora nutrientes, y si el cerebro -también entre otras muchísimas funciones- no regula el delicado equilibrio fisicoquímico y biológico en que trabaja nuestro cuerpo conocido como “homeostasis”.

A esta altura de mi exposición seguramente surgirá la curiosidad por saber cuál es el objetivo que persigo con estas reflexiones. Una posibilidad que descarto de raíz, porque no tengo tendencias suicidas y me gustaría conservar mi integridad física cuando concurra a las sociedades de cardiología, es la de convencer a la gente de que los cardiólogos nos ocupamos de un órgano irrelevante o de escasa importancia para la salud. Tampoco pretendo cambiar algunas costumbres literarias o poéticas que asocian el corazón con los sentimientos, sobre todo porque no tengo autoridad para eso y las metáforas referidas al corazón suelen ser muy bellas, sin olvidarnos de la dificultad pragmática que puede significar la búsqueda de una rima para las palabras “cerebro” o “sistema límbico”. Lo que pretendo, en definitiva, es llamar la atención sobre algunas consecuencias nocivas para la práctica médica que se desprenden de esta concepción del corazón.

Pienso que todo lo mencionado incide en algunos prejuicios que favorecen una visión fragmentaria de la medicina tanto, de parte de los pacientes, como de algunos médicos que incluso pueden tener una muy buena formación teórica. Por esta mirada parcial, el paciente a veces asume que el estudio de un órgano tan importante demanda exclusividad y se reserva información que puede ser útil para una visión más global de su salud. También, en otras ocasiones, se convence de una idea falaz, o por lo menos relativa, de que si el corazón funciona bien -lo que se puede comprobar sencillamente con una ecografía- su salud es óptima y puede continuar con hábitos perjudiciales como el tabaquismo o la mala alimentación. Por su lado, el cardiólogo puede olvidarse del resto del cuerpo generando daños involuntarios por un excesivo celo en el cuidado del corazón, o, lo que es más grosero, puede descuidar la realidad psicofísica y personal del enfermo expresada en su historia de vida, en la etapa existencial por la que atraviesa, y en sus proyectos. El médico, además, puede pecar por omisión si no tiene una postura pedagógica con su paciente para derribar estos prejuicios y lograr que tenga una visión integral de su propio cuerpo.

Como si todo esto fuera poco, en la época actual nos encontramos en una etapa de subespecializaciones y, sobre todo en los centros médicos de alta complejidad, hay cardiólogos que se ocupan solamente de aspectos muy específicos como las arritmias, la insuficiencia cardiaca, la hipertensión arterial, los estudios hemodinámicos, las ecocardiografías, etc. Sin embargo, en pos de una mayor precisión cabe la siguiente pregunta: ¿es este un mensaje en contra de la medicina especializada o sub-ultra-recontra especializada? No, en concreto lo que busco es abrir un canal de reflexión en la comunidad general, y especialmente en la médica, para evitar la perspectiva fragmentaria, y por ende deshumanizada, en los sistemas de atención de la salud. Esta perspectiva se puede ver favorecida por las especialidades médicas, pero no es una consecuencia exclusiva de ellas, sino de todo lo dicho anteriormente y de un déficit en la capacitación humanística de los médicos, la que no debería ser de ninguna manera incompatible con el estudio de una rama más específica de la medicina.

Pareciera ser que el problema que planteo en estas líneas es propio de las últimas décadas, y en cierta medida es así, porque se ve favorecido por el avance tecnológico y la vorágine demencial del siglo XXI. Sin embargo, para matizar esta creencia, es interesante tener en cuenta lo que dice Fiódor Dostoyevski -que conocía bien la situación  de la medicina por ser hijo de médico y haber tenido una salud muy endeble- por boca de Iván Karamázov, en la inolvidable novela Los hermanos Karamázov que data de 1879-1880: “No se encuentra ya ni un médico de los de antes, que trataban todas las enfermedades; ahora no hay más que especialistas que se dedican a hacer propaganda. Para una enfermedad de la nariz me envían a uno que está en Paris, a un especialista europeo. Examina la nariz, y dice: no puedo curar más que la ventana derecha, pues yo no trato las ventanas izquierdas; esa no es mi especialidad. Vaya a Viena y allí encontrará un especialista para la ventana izquierda. ¿Qué hacer? He recurrido a los remedios caseros”.

Aproximadamente ciento treinta años transcurrieron desde la amarga queja de Iván Karamázov y el problema de la visión parcializada en la atención médica sigue candente. Aunque el paso del tiempo sea relativo, como sostuvo Einstein que al parecer no era ningún tonto, y lo pudo comprobar cualquier tucumano con el reciente sismo que duró apenas pocos segundos, me atrevo a asegurar que en la comunidad médica estamos demorando bastante para resolver esta situación.

Este material se publicó en  “El pulso argentino”  Año III  n° 8 de Abril de 2011

Lo permitido y lo prohibido. Una mirada crítica sobre el consejo médico

Gustavo Dibi

Hace poco, me encontraba en un bar de la zona del casino tucumano disfrutando de una tarde de sábado mientras leía un diario. Por momentos, alertado por el relator que anunciaba la inminencia de un gol, el eje de mi atención se trasladaba a un partido de fútbol que transmitían por televisión, en algunas de esas ocasiones volvía rápidamente a la lectura sintiéndome un poco estafado por la exageración del comentarista. La situación se parecía mucho a la felicidad, sin embargo, como reza la tópica sentencia, la dicha suele ser fugaz e incompleta. De repente, en una mesa cercana, se sentaron un hombre de mediana edad y un niño de aproximadamente cinco o seis años que respiraba vitalidad y energía por todos sus poros. Superada la simpatía inicial que despertaba por ser extrovertido, el pequeñito se convirtió en una verdadera pesadilla, empujando las sillas  de las mesas –ocupadas o desocupadas-, corriendo una imaginaria carrera con dos autitos de juguete, y escupiendo generosamente al imitar el sonido de los motores. A pesar de mi mirada penetrante, el chiquito parecía disfrutar especialmente haciendo saltar los autitos sobre el servilletero de mi mesa, luego de unos minutos, el hombre que estaba con él lo reprendió enérgicamente y, con zamarreo incluido, lo sentó en su silla con una consigna muy firme: “¡te quedás quieto ahí!” Creo que todos los parroquianos respiramos aliviados, pero el niño, se quedó triste y sollozando al menos hasta que me fui.

Esta vivencia, que en sí misma no tiene nada de excepcional, gatilló en mi mente una asociación un tanto caprichosa, quizás justificada por una idea persistente que desde hace tiempo me incomoda. Creo que, en algunas ocasiones, los médicos con nuestras sugerencias logramos un efecto similar al que consiguió el papá con el niñito del bar, es decir; sumergimos a nuestros pacientes en una profunda inacción y tristeza para quedarnos un poco más tranquilos. Como dije, la asociación mental con el episodio relatado es arbitraria, por la razón fundamental de que las personas que nos consultan son adultos (incluso la consulta pediátrica es realizada por los padres), y no esperan de nosotros pautas educativas para no molestar a los demás, sino conservar o recuperar su salud. Evidentemente, en cualquier relación interpersonal en la que una de las partes tiene cierta autoridad y se persigue un fin común, como las de docente-alumno o médico-paciente, se busca el delicado equilibrio entre lo prohibido y lo permitido, pero, me parece que, en general, el docente o el médico se sienten más seguros al prohibir, y los resultados, en cuanto a los objetivos de aprendizaje o de salud, no siempre son óptimos.

Conviene aclarar ahora que, en un sentido estricto, el médico no puede, ni debe, prohibirle alguna actividad a su paciente si respeta su libertad o autonomía. Sin embargo, si el enfermo considera al profesional una persona idónea para cuidar su salud –en el caso contrario la consulta no tiene ningún sentido-, sus consejos adquieren el rango de una norma imperativa que, si no se acata, genera al menos sentimiento de culpa, temor o inseguridad. Dentro de las sugerencias médicas que apuntan a evitar los hábitos tóxicos o compulsivos, no veo mayores objeciones en brindar una información clara sobre sus efectos nocivos para la salud y la calidad de vida, y en ser categóricos en la recomendación de abandonarlos para que, en definitiva, el paciente decida con libertad lo que va a hacer, por sus propios medios o con ayuda psicológica de un especialista. Más bien, esta mirada crítica que propongo, apunta a aquellos consejos médicos que se dirigen a cuestiones esenciales en la vida del enfermo o a su “vocación”, en el amplio sentido que se le puede dar a esta palabra cuando se la define como el “llamado” a una determinada forma de ser hombre.

Como sostiene Ortega y Gasset, la vida humana es un constante quehacer, y la vida auténtica es la de aquel hombre que se siente plenamente identificado con su quehacer, por lo tanto, quitarle autenticidad a la existencia de nuestros pacientes –y, por ende, vaciarla de sentido-, es un efecto muy alejado de la buena praxis médica. Sin duda, llegar a un buen puerto en este viaje, demanda tiempo y esfuerzo, porque es indispensable conocer con cierta profundidad la biografía, los proyectos y expectativas del paciente, evaluar fehacientemente su estado de salud psicofísico, e indicar una terapéutica que logre la curación en las patologías agudas o la máxima estabilidad posible en las crónicas. Con estos elementos, la búsqueda de una vida saludable es una empresa conjunta entre el médico y el paciente que pretende reintegrar a este último a su auténtica vida, sin embargo, a veces se realiza el camino inverso y, sin un conocimiento suficiente sobre el enfermo, se disparan consignas generales falsas, o parcialmente verdaderas, que sólo sirven para aumentar su temor o inseguridad y a veces consiguen un efecto paradójico.

Ejemplos de esas consignas se dan cuando se usan algunas frases tópicas sin reflexionar demasiado, como ser: “debería tomarse vacaciones o desentenderse más de su trabajo”, un comentario que, para una persona que encara un proyecto laboral que le resulta muy importante, es inviable y puede agregarle la preocupación de que, mientras trabaja, está perjudicando su salud. En esta situación, si el médico está orientado con la personalidad de su paciente, debería procurar que, entre los dos, encuentren la manera de disfrutar del trabajo, de no asociarlo con hábitos tóxicos, y de intercalar las horas de ocio o descanso razonables, las que, además, pueden mejorar el rendimiento laboral. También puede suceder que una frase inocente y bien intencionada como, “tiene que evitar tomar frío”, transforme a una persona que le gusta disfrutar de paseos al aire libre, en alguien que “hiberna” durante dos meses y cree que cualquier brisa que baje del cerro anuncia un riesgo inminente de muerte, cuando, seguramente, es suficiente para disminuir las posibilidades de las enfermedades invernales con un poco de sentido común para abrigarse –en general, a muy poca gente le resulta placentero andar con ojotas en la nieve-, con esquemas de vacunación adecuados, y evitando las aglomeraciones. Por último, se me ocurre que el paradigma de los consejos desafortunados se produce cuando un médico le sugiere a su paciente que “no tiene que renegar”, o que “tiene que vivir tranquilo porque le va a subir mucho la presión arterial”, pienso que “la tranquilidad”, como un estado ideal, es más bien una utopía, y, en definitiva, deberíamos aspirar a que nuestros enfermos traten de tener muchos momentos de serenidad y la lucidez o el equilibrio necesarios para discriminar cuáles son las situaciones en las que vale la pena ponerse nerviosos. Aquellas personas que se toman muy a pecho la sugerencia de, “tener” que vivir más tranquilos, suelen ser más pusilánimes y temerosos, y, paradójicamente, se alteran por cualquier cosa, con el plus adicional angustiante de que creen que en esas ocasiones se les puede romper alguna arteria.

En Octubre de 2010, muchos argentinos se sorprendieron y conmovieron por la muerte del ex presidente Néstor Kirchner en el contexto de una enfermedad cardiovascular. Luego de este suceso, algunos médicos, periodistas, y medico-periodistas, especularon con la posibilidad de que se podría haber evitado este desenlace si se hubiera retirado de la política activa y se hubiera dedicado a actividades más tranquilas. Me parece que esta situación sirve para ilustrar algunas de las ideas que vengo sosteniendo en este artículo, el verdadero desafío para aconsejar a un político de raza –llámese Kirchner o Alfonsín para no herir alguna susceptibilidad- consiste en persuadirlo de que puede seguir haciendo lo que le apasiona de una forma más saludable, por ejemplo, tomando regular y estrictamente su medicación, sin fumar, programando su campaña en forma más holgada para poder descansar, realizando actividad física, con apoyo psicológico o drogas ansiolíticas, comprometiéndolo para evaluaciones periódicas, etc. Si, por el contrario, se consiguiera la improbable adhesión del paciente a la propuesta de abandonar la política, creo que se podría caer en la triste paradoja de matar la realidad vital de una persona por temor a su muerte biológica.

Luego de todo lo dicho, y para ir concluyendo, pretendo que quede muy claro que me adhiero categóricamente a una concepción personalista de la salud, la que, además de los criterios objetivos, subjetivos, y socioculturales, que habitualmente se consideran, incluye la realidad vital de la persona. Así lo dice con precisión Pedro Laín Entralgo cuando, en su libro Antropología Médica, sostiene que la salud es “el hábito psicoorgánico que está al servicio de la vida y la libertad de la persona y le permite realizar con mínima molestia y daño, o si fuera posible, con bienestar y gozo, sus proyectos vitales”. En la misma línea se inscribe Friedrich Nietzsche, en el aforismo 120 de La ciencia jovial, al decir: “Para determinar lo que haya de significar salud para tu propio cuerpo, todo depende de tu meta, tu horizonte, tus fuerzas, tus impulsos, tus errores y, especialmente, de los ideales y fantasmas de tu alma.”. Es conocido que Nietzsche no se guardaba sus críticas, y con su prosa directa y urticante dejaba muy clara su opinión, por lo que no es sorprendente que, en el aforismo 573 de Humano demasiado humano, exprese en forma concisa y certera su reproche hacia los médicos por sus posturas rígidas e incapaces de adaptarse a la individualidad del paciente: “Es necesario haber nacido para nuestro médico; de otro modo, moriremos por nuestro médico.”.

 

Este material fue publicado originariamente en «El pulso argentino» Año III N° 9 de Noviembre de 2011