Fuera de los ámbitos académicos, el corazón es un órgano que goza de muy buena prensa y al que generalmente se le atribuye un rol preponderante en la economía del cuerpo. Los poetas han colaborado ostensiblemente con esa concepción al asociarlo habitualmente con los sentimientos y con los rasgos humanos más esenciales. No es un dato menor que aporta en el mismo sentido, al menos en las sociedades con predominio de creencias católicas, el valor de símbolo sagrado y objeto de veneración que adquieren, por ejemplo, el corazón de Jesús o de María. Para mencionar la función privilegiada que le reconocían algunos pensadores representativos de la antigüedad clásica, se puede recordar que en los poemas épicos de Homero el valor y la valentía dependen del corazón de los guerreros; y que Aristóteles sostiene que este órgano es principio y fuente de la sangre, sede del calor animal, centro de las sensaciones y de los movimientos, órgano inmediato del alma, y, por lo tanto, su lugar natural es el punto medio del cuerpo.
Para redondear estos conceptos me permito recurrir a la pluma precisa y elegante de Pedro Laín Entralgo, quien, en su libro La medicina actual, nos dice: “. . . la víscera cardiaca ha venido siendo en nuestra cultura el símbolo de aquello que constituye al hombre en centro receptivo-efusivo de su mundo y del mundo (el corazón y el amor) y, por otra parte, de la ingénita tendencia del individuo humano a ‘ser más’ (el corazón y la magnanimidad; el corazón y el cumplimiento perfectivo de la vocación personal).”.
Dicho todo lo anterior, conviene preguntarse si esta concepción sociocultural del corazón, a la que quizás impropiamente llamé extra académica, puede tener algún sustento, aunque fuera parcial, en el conocimiento científico. En lo que se refiere al corazón como centro anatómico principal de las emociones o sentimientos, la respuesta es categóricamente negativa; hoy la observación clínica, apoyada en estudios con imágenes de alta definición, y la investigación experimental neurofisiológica, han demostrado que el área de las emociones se encuentra fundamentalmente en el “sistema límbico” de la base del cerebro. En relación con esto recuerdo que el cineasta Eliseo Subiela escribió hace algunos años, luego de estrenar su película “El lado oscuro del corazón”, un artículo en la Revista Argentina de Cardiología donde, entre otras cosas, dejaba constancia de una idea fantasiosa y persistente que lo persiguió luego de enterarse de la posibilidad de las cirugías a corazón abierto o de los trasplantes de ese órgano. Subiela, quizás inconscientemente elaborando un probable guión cinematográfico, decía que se imaginaba que en esas situaciones se liberaban en el quirófano las emociones y la vida afectiva del paciente o, en los trasplantes, se podían transmitir al receptor todas las historias amorosas del donante. Pues bien, la “película” de Subiela no se cumple en la práctica, o al menos yo no me enteré de enredos sentimentales luego de un trasplante cardiaco, y lo que sí hoy resulta indudable es que, si se pudiera trasplantar el cerebro, se llevaría con él toda la memoria afectiva, el aprendizaje, y la autoconciencia del donante.
Si reflexionamos sobre la idea de que el corazón es la fuente o el motor principal de la vida, es importante entender que este concepto es muy relativo y sin aval científico, a pesar de que es muy común que vulgarmente se sostenga que una persona tuvo una larga agonía o resistencia porque “su corazón era muy fuerte”. Evidentemente, tener un corazón sano es una buena condición para encarar cualquier vicisitud, pero este órgano por sí solo no puede mantener vivo a nadie. En realidad, lo que sucede en las penosas situaciones de pacientes con largas agonías es que todo su cuerpo es sano -o se lo mantiene “sano” con tecnología médica como la diálisis renal, la asistencia respiratoria mecánica, etc.- salvo algún órgano vital que pone en riesgo la vida, como puede ocurrir en personas jóvenes con daño cerebral irreversible por traumatismos o con insuficiencia hepática terminal por virosis. Es decir que, sin duda, el corazón es indispensable para la vida, pero siempre y cuando actúe en el contexto de la maravillosa y compleja estructura sistemática que es el cuerpo humano, y no puede convertirse en el sostén de la vitalidad si los riñones y el hígado, entre otras funciones, no desintoxican al organismo, si los pulmones no oxigenan la sangre, si el aparato digestivo no incorpora nutrientes, y si el cerebro -también entre otras muchísimas funciones- no regula el delicado equilibrio fisicoquímico y biológico en que trabaja nuestro cuerpo conocido como “homeostasis”.
A esta altura de mi exposición seguramente surgirá la curiosidad por saber cuál es el objetivo que persigo con estas reflexiones. Una posibilidad que descarto de raíz, porque no tengo tendencias suicidas y me gustaría conservar mi integridad física cuando concurra a las sociedades de cardiología, es la de convencer a la gente de que los cardiólogos nos ocupamos de un órgano irrelevante o de escasa importancia para la salud. Tampoco pretendo cambiar algunas costumbres literarias o poéticas que asocian el corazón con los sentimientos, sobre todo porque no tengo autoridad para eso y las metáforas referidas al corazón suelen ser muy bellas, sin olvidarnos de la dificultad pragmática que puede significar la búsqueda de una rima para las palabras “cerebro” o “sistema límbico”. Lo que pretendo, en definitiva, es llamar la atención sobre algunas consecuencias nocivas para la práctica médica que se desprenden de esta concepción del corazón.
Pienso que todo lo mencionado incide en algunos prejuicios que favorecen una visión fragmentaria de la medicina tanto, de parte de los pacientes, como de algunos médicos que incluso pueden tener una muy buena formación teórica. Por esta mirada parcial, el paciente a veces asume que el estudio de un órgano tan importante demanda exclusividad y se reserva información que puede ser útil para una visión más global de su salud. También, en otras ocasiones, se convence de una idea falaz, o por lo menos relativa, de que si el corazón funciona bien -lo que se puede comprobar sencillamente con una ecografía- su salud es óptima y puede continuar con hábitos perjudiciales como el tabaquismo o la mala alimentación. Por su lado, el cardiólogo puede olvidarse del resto del cuerpo generando daños involuntarios por un excesivo celo en el cuidado del corazón, o, lo que es más grosero, puede descuidar la realidad psicofísica y personal del enfermo expresada en su historia de vida, en la etapa existencial por la que atraviesa, y en sus proyectos. El médico, además, puede pecar por omisión si no tiene una postura pedagógica con su paciente para derribar estos prejuicios y lograr que tenga una visión integral de su propio cuerpo.
Como si todo esto fuera poco, en la época actual nos encontramos en una etapa de subespecializaciones y, sobre todo en los centros médicos de alta complejidad, hay cardiólogos que se ocupan solamente de aspectos muy específicos como las arritmias, la insuficiencia cardiaca, la hipertensión arterial, los estudios hemodinámicos, las ecocardiografías, etc. Sin embargo, en pos de una mayor precisión cabe la siguiente pregunta: ¿es este un mensaje en contra de la medicina especializada o sub-ultra-recontra especializada? No, en concreto lo que busco es abrir un canal de reflexión en la comunidad general, y especialmente en la médica, para evitar la perspectiva fragmentaria, y por ende deshumanizada, en los sistemas de atención de la salud. Esta perspectiva se puede ver favorecida por las especialidades médicas, pero no es una consecuencia exclusiva de ellas, sino de todo lo dicho anteriormente y de un déficit en la capacitación humanística de los médicos, la que no debería ser de ninguna manera incompatible con el estudio de una rama más específica de la medicina.
Pareciera ser que el problema que planteo en estas líneas es propio de las últimas décadas, y en cierta medida es así, porque se ve favorecido por el avance tecnológico y la vorágine demencial del siglo XXI. Sin embargo, para matizar esta creencia, es interesante tener en cuenta lo que dice Fiódor Dostoyevski -que conocía bien la situación de la medicina por ser hijo de médico y haber tenido una salud muy endeble- por boca de Iván Karamázov, en la inolvidable novela Los hermanos Karamázov que data de 1879-1880: “No se encuentra ya ni un médico de los de antes, que trataban todas las enfermedades; ahora no hay más que especialistas que se dedican a hacer propaganda. Para una enfermedad de la nariz me envían a uno que está en Paris, a un especialista europeo. Examina la nariz, y dice: no puedo curar más que la ventana derecha, pues yo no trato las ventanas izquierdas; esa no es mi especialidad. Vaya a Viena y allí encontrará un especialista para la ventana izquierda. ¿Qué hacer? He recurrido a los remedios caseros”.
Aproximadamente ciento treinta años transcurrieron desde la amarga queja de Iván Karamázov y el problema de la visión parcializada en la atención médica sigue candente. Aunque el paso del tiempo sea relativo, como sostuvo Einstein que al parecer no era ningún tonto, y lo pudo comprobar cualquier tucumano con el reciente sismo que duró apenas pocos segundos, me atrevo a asegurar que en la comunidad médica estamos demorando bastante para resolver esta situación.
Este material se publicó en “El pulso argentino” Año III n° 8 de Abril de 2011